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sábado, 8 de septiembre de 2012

EL DIA DE LOS OLVIDADOS




Me desperté en el hospital, sudoroso y agitado, cayendo en sueños con un grito de vértigo. Llevaba puesto un camisón verde, abierto por la espalda y un vendaje me envolvía la cabeza. La cama estaba húmeda de orines y sobre mi brazo izquierdo un juego de agujas clavadas en la vena dosificaban suero salino conectadas al gotero de la columna contigua a la cama, donde una máquina impertinente tililaba sin cesar emulando los latidos del corazón. No podía recordar como había llegado hasta allí y apenas alcanzaba a discernir quién era. Tan solo la imagen del limpiaparabrisas de un coche, bailando furioso con la lluvia en una noche de tormenta y una luz cegadora abalanzándose entre una cortina de agua tras una negra curva acudían a mi memoria.
El timbre de llamada a la enfermera parecía no funcionar. Grité varias veces, pero nadie me escuchaba. Me levanté desorientado y dolorido, arrancando los tubos y sondas que me aprisionaban al lecho y fui a tientas al lavabo, donde efectué una micción. Después, paso a paso, abandoné la habitación. El pabellón del hospital se hallaba desierto y los corredores asolados, con papeleras volcadas y sillas arrojadas al suelo. Todo parecía apuntar a una apresurada huida del personal del hospital y sus pobladores.
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Ahora he salido a la calle. Respiro una y otra vez el aire de la mañana, inusualmente limpio. Lleno mis pulmones esperando encontrar un virus letal que acabe conmigo, último habitante vivo del planeta, pero no percibo nada. Tan solo el vaho de mi aliento y ganas de fumar un cigarrillo. Estoy descalzo en medio de la calzada y una leve brisa levanta mi camisón agitando las pilosidades del cuerpo desnudo. Me siento como una mezcla de oso Yogui y Marilyn Monroe en medio de la gran urbe. Solo falta que venga un violador y me dé por el culo, aunque al menos me haría compañía. Aquí no hay un alma: Las calle están vacías. El rumor de los coches se ha apagado y los claxons han enmudecido. El incesante ruido de la urbe guarda hoy un inquietante silencio. Mi cuerpo se estremece en una mezcla de terror y frío. Camino sin rumbo, sin saber que hacer ni a donde dirigirme y cada paso me topo con la huella del horror: coches volcados, contenedores ardiendo sobre el asfalto y una nube de papeles rojos que el viento arroja contra mi cara.
 
Por fin, descubro a la policía. Los agentes permanecen juntos, pertrechados al modo militar y con sus porras y escudos preparados. Me dirijo a ellos en busca de auxilio, pero nadie se inmuta por mi presencia. Al llegar al centro de la calle me doy media vuelta y veo a una muchedumbre llegar en masa, con su andar renqueante, los ojos rojizos, las manos agrietadas y la piel del rostro desplomándose sobre la carne. Percibo su hambre. Están famélicos y enfermos. Junto a ellos caminan algunos vestidos de blanco, con batas de médico, sujetando una pancarta reivindicativa. Parece que a los recortes en sanidad se han sumado los de las pensiones. Más me hubiera valido no haber despertado el día de la huelga general.