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miércoles, 29 de febrero de 2012

3.5.- MORADA DE DEMONIOS - LA EXTRAÑA FUGA

  
Las sirenas de la prisión aullaron al amanecer anunciando una fuga. Faltaba un preso. Se había esfumado literalmente de su celda, dejando en su huida, apilada en el suelo, toda la ropa que vestía. Un corrillo de vigilantes, apostados frente la puerta de la jaula vacía, murmuraba en voz baja aguardando la llegada de la policía.

La detective Carmen  Botta, acompañada de su joven ayudante, el cabo Perez, o mas bién perseguida con cierta dificultad, avanzaba resueltamente  por el corredor ignorando el griterío de los presidiarios mientras dictaba a la carrera las primeras medidas a llevar a cabo para la captura del preso fugado.

-         Registrad los alrededores. Sin un vehículo no ha podido ir muy lejos. Y si no es así, alguien con buenos contactos en la prisión le ha ayudado en la fuga. Quiero una ficha del fulano. Su foto, sus huellas y su historial completo. Y comunícale al Alcaide que quiero interrogar a unos cuantos. ¿Es esta la celda?

-         Si señora – Respondió uno de los guardias.

-         ¿Sería tan amable de abrir la puerta...? – ordenó la detective.

-         Amador. Abre la 403. Cambio, –  dijo uno de los guardias a través del Walkie negro que llevaba asido a la cintura. Tras unos segundos, se escuchó un zumbido y la puerta de la celda se abrió pesadamente.

-         Interesante – murmuró Botta. ¿No hay posibilidad de abrir la puerta de otro modo?

-         No, señora. Solo es posible su apertura desde el Control.

-         ¿Y estas ropas?.

-         Es el traje de interno del fugado

-          Incluyendo ropa interior, por lo que veo –dijo la detective mientras se agachaba para examinar el montón de ropa.  Y, tras registrar los bolsillos y  esparcer cada prenda por las cuatro esquinas de la habitación, se levantó y se asomó a la ventana.

El muro del módulo hospitalario era un auténtico bullicio. Los internos, enterados de la fuga, golpeaban los barrotes de la ventana, gritaban histéricos  y arrojaban objetos al patio exterior, cercado por un alto muro y coronado con alambre de espino.

-         ¿No pensará alguno que es posible escapar a través de la ventana, verdad?

-         Como no sea a cachos.. respondió el policía del Walkie

-         Ustedes. Muevan la cama, por favor... Y el retrete. No. Está claro que tuvo que salir por esta puerta. Y por tanto, ha de haber un cómplice. Alguien que, además de abrirle las puertas, le ha suministrado ropa. Calzoncillos nuevos incluso...

-         Será para despistar a los perros  - dijo el  ayudante. Carmen lo miró con expresión de incredulidad.


-         O se ha escapao en pelotas - contestó un policía, en medio de una nube de risas reprimidas.

-         Menos guasa.- increpó la detective.- ¿Quién se encontraba de guardia aquella noche?

-         En los pasillos se encontraba Alberto, y en la cabina de control el celador Galindez.

-         Quisiera interrogarles de inmediato.

-         No creo que exista inconveniente. Ahora mismo se encuentran desayunando.  Pero el Sr. Alcaide la está esperando en su despacho desde que se anunció su llegada.

-         Está bien.- dijo Carmen suspirando.  – La cortesía es lo primero.


El alcaide se encontraba tras una mesa, hojeando distraídamente el historial del fugado. Al llegar la detective, se levantó cortésmente tendiendo la mano y sonriendo afablemente.

-         Buenos días, detective.
-         Buenos días, Alcaide. ¿Quería Vd. Verme?
-         Por supuesto, detective. Por favor, tome asiento.

El alcaide se sentó tras su mesa, y adoptando una aptitud seria comenzó a hablar:

-         Detective, créame que lamento los inconvenientes que hayamos podido causarle. Realmente, a pesar de que en este centro no existe el mismo nivel de seguridad que el existente en un centro penitenciario, son muy pocas las fugas que hasta la fecha hemos tenido. Pero como responsable de este centro, he de admitir la evidencia. La fuga se ha producido y en consecuencia, debemos revisar  a fondo la seguridad de nuestros sistemas.

-         ¿Puede Vd. Decirme si existe constancia de que, tras la cena, el interno fuera conducido a su celda? – preguntó  Carmen sin más preámbulos.

-          Después de la cena, todos los internos forman una fila y son conducidos por orden hasta sus habitaciones, en las que son depositados uno a uno. Como habrá podido observar, la apertura y cierre de la celda se efectúan desde el centro de control.

-         ¿Y cómo es posible entonces que el interno haya podido abrir la puerta y escapar durante la noche?

El alcaide se reclinó sobre el respaldo del butacón con gesto serio. Carraspeó y contestó a la detective:

-         Por supuesto, todo en esta vida tiene una explicación razonable. A mi modo de ver, debió de producirse sin lugar a dudas un fallo en el mecanismo de la cerradura. Ha ocurrido en alguna ocasión, y posiblemente, el interno se apercibió del fallo durante la noche, aprovechando la ocasión para darse a la fuga.

-         Es una posibilidad, sin duda. -murmuró Botta. - Pero ¿Cómo explica Vd. El cúmulo de ropas que se hallaron en la celda?

-         Admito que este hecho me ha intrigado durante un buen rato. Pero ha de entender Vd, que éste es un centro de baja vigilancia,  por lo que no sería difícil para cualquiera  agenciarse ropa desde el exterior de la prisión. Al parecer, nuestro fugado ha podido detectar desde hace días el fallo en el mecanismo de cierre de su puerta. O incluso, por qué no, ha encontrado un modo de forzar la cerradura.

Carmen asintió al escuchar las palabras del Alcaide. La ropa amontonada a toda prisa en el suelo de la celda sugería a todas luces una huida adecuadamente planificada. Resultaba evidente que, una vez en el exterior del centro, cualquier persona que se pasease  vestida con el uniforme de recluso no  podía albergar demasiadas esperanzas de éxito en una fuga.

-         Realmente, he de admitir que su razonamiento es muy lógico – dijo la detective. – Y no dudo que la hipótesis a la que Vd. Apunta es hasta ahora la más sólida que tenemos. No obstante, hemos de explorar también la posibilidad de que el recluso contara con la ayuda de alguien dentro del centro, por lo que, como es lógico, solicito su permiso para interrogar al personal.

-         Adelante – respondió el Alcaide exhibiendo nuevamente su sonrisa. – Tómese el tiempo que necesite.

-         Quisiera pedirle además una copia del historial del recluso fugado- solicitó la detective con frialdad.- . Puede sernos de utilidad para su captura.

-         Bueno. No quisiera que pensara que nos negamos a colaborar. –dijo el alcaide alzando los brazos en un gesto paternal.- Pero el trasvase de documentos debe hacerse según los cauces oficiales establecidos. No obstante, precisamente tengo aquí el historial. Sobre mi mesa. Si quiere Vd. Echarle un vistazo, yo no tengo el menor inconveniente..

El Alcaide volteó  sobre la mesa la carpeta que contenía el historial del fugado, pero la detective no se encontraba en aquel momento demasiado motivada para su lectura, por lo que decidió postergar su examen.

-         ¿Sería  mucho pedir que tuviera Vd. La amabilidad de ordenar a su secretario que me sacara unas fotocopias? – dijo la detective esgrimiendo su mejor sonrisa.

-         Como le he dicho, señorita, son documentos oficiales, - respondió el Alcaide. No obstante, sería suficiente recibir de Jefatura un simple fax solicitándolos. No existirá objeción ninguna, se lo prometo

-         Gracias por su ayuda.- Dijo Botta levantándose de su silla y tendiendo la mano al Alcaide. - Le mantendré informado.

-         Es un  placer tenerla aquí con nosotros – respondió el alcaide levantándose de su asiento.- Si desea algo más estaré en éste despacho.

Botta, siempre perseguida por su ayudante, abandonó el despacho del Alcaide y  mientras efectuaba con el teléfono móvil una llamada a Jefatura para solicitar oficialmente el expediente del fugado, dirigió sus pasos hacia el comedor del establecimiento. Con algo de suerte todavía podría encontrar allí a alguno de los vigilantes que la noche de la fuga estaban de guardia.

El comedor estaba dispuesto en un gran número de mesas perfectamente alineadas y  presididas por una barra de bar en la que servía un camarero. Botta pidió dos cafés y preguntó por Alberto o por Galindez.

El camarero señaló a una mesa en la que Galindez dormitaba con grandes ronquidos. Botta y su ayudante agarraron sus tazas y fueron a sentarse junto a él, sin que el Celador Galindez se apercibiera en lo más mínimo. Dormía tan profundamente, alterándose tan poco ante sus inmensos ronquidos que, aunque en aquél momento hubiera pasado por allí una manada de elefantes en estampida , no habrían sido capaces de  alterar su sueño lo más mínimo.

-         Si éste es el ojo avizor que vigila aquí, lo raro es que todavía queden inquilinos en el establecimiento – ironizó Botta .

-         ¿Quiere que lo despierte?.- respondió el cabo Perez.

Carmen hizo un gesto afirmativo. El policía comenzó a zarandear al celador hasta que éste recuperó la consciencia en un respingo.

-         ¡Qué ocurre!. ¿Quiénes son Vds.?

-         Perdone que le despertemos de este modo tan brusco, Sr. Galindez.  Soy la detective Carmen Botta y mi compañero es el cabo Perez.  Hemos sido informados de que Vd. Era el vigilante de guardia de la pasada noche y necesitamos hacerle algunas preguntas. Quizás nos pueda proporcionar alguna información sobre la fuga del recluso.

-         Escuchen. –  respondió el celador visiblemente molesto.-  Llevo toda la noche despierto y no puedo pensar con claridad. ¿Por qué no vuelven en otro momento?.

-         Lo siento, señor, pero ante una fuga es de vital importancia una actuación rápida para atrapar al fugado. ¿Puede decirnos si, durante su turno de guardia observó algo anormal?.

-         Nada en absoluto.- musitó Galíndez visiblemente adormilado.  La misma rutina que todas las noches.

-         ¿Puede explicar cómo es posible que no detectara al fugado a través de los monitores mientras se escabullía de la celda?


-         ¡Y yo qué sé! – masculló el celador. -Ocurriría en algún instante en el que no estaba prestando atención.  Ninguna persona es capaz de estar, noche tras noche, observando esos monitores sin acabar harto.

Carmen trató de imaginarse el inmenso aburrimiento que supondría para cualquiera estar toda la noche pendiente de unos monitores en los que no ocurría nada interesante. Intentó proseguir el interrogatorio, pero el celador no aportó nada nuevo. Finalmente, se quedó dormido, por lo que ambos apuraron sus cafés, ya fríos y preguntaron al camarero dónde podrían encontrar a Alberto, el vigilante que efectuaba la ronda por los pasillos. El camarero respondió que a estas horas se encontraría en su casa durmiendo. De modo que decidieron volver al despacho del Alcaide. Mientras caminaban hacia el despacho, el cabo Pérez preguntó a la detective:

-         Carmen. Supongo que te habrás fijado en la cicatriz en la sien de Galindez. Era reciente. Apuesto que se la produjo la pasada noche. ¿Por qué no le has preguntado cómo se la hizo?.

-         No lo he creido necesario, por el momento. Además, nos hubiera soltado  cualquier historia y no hubieramos tenido más remedio que confiar en su palabra.

-         ¿Y ahora, qué vamos a hacer?.

-         Buscar al fugado. Quizás su historial nos proporcione alguna pista a cerca de donde ha podido dirigirse.

Al llegar al despacho del Alcaide, preguntaron al secretario si ya habían recibido el fax de jefatura. El secretario asintió. El Alcaide había dado el visto bueno para la entrega de una copia del dossier a la detective, tal y como había prometido. La copia estaba lista y encuadernada. Tomaron la carpeta y se dirigieron a la salida del centro.

La detective abrió la carpeta y, entre los papeles, encontró una nota manuscrita:

Si quieren saber más sobre la fuga, pregunten por Carlos el Chamán


De inmediato, dio media vuelta y, nuevamente perseguida por el Cabo, se encaminó hacia el despacho del Alcaide.

El Alcaide la recibió esta vez sin levantarse de su butaca .

-         ¿Cómo van sus investigaciones, detective Carmen? – Preguntó de modo sonriente.

-         Verá, Alcaide. Quisiera agradecerle su colaboración y rapidez en la entrega del dossier del fugado. Necesito interrogar a un recluso.

-         No hay inconveniente. ¿De quién se trata?

-         Carlos el Chamán.

La expresión de sonrisa del Alcaide se desvaneció escuchar ese nombre.

-         ¿Para qué quiere Vd. Hablar con ese despojo humano?. Esa sabandija ha estado robándonos medicamentos todo este tiempo, para después venderlos en el mercado negro. Esta misma mañana he firmado su traslado a un centro penitenciario de alta seguridad.  Le puedo asegurar, detective, que cualquier cosa que semejante individuo pueda contarle, no será más que una sarta de mentiras.

-         Es posible – asintió Carmen.- Pero aún así, solicito su permiso para interrogarle.

-         Está bien. Pero no irá Vd. Sola. Ese tipo es peligroso. Le acompañarán dos de mis hombres.

Carlos se halla internado en los sótanos del hospital. Al descubrir los negocios fraudulentos de éste, el Alcaide había montado en cólera y ordenó su traslado a la zona más húmeda y lóbrega de todo el edificio. Botta y los hombres que la acompañaban cruzaron a través de los sótanos, en donde la iluminación resultaba insuficiente y las tuberías de la calefacción goteaban, colgando en ocasiones los envejecidos revestimientos del calorifugado en una mezcla confusa con las telarañas y la mugre que impregnaba el lugar.

Al llegar al fondo del edificio, encontraron una puerta metálica precintada con un candado de acero. Uno de los guardianes activó un interruptor eléctrico que permitía la iluminación de la celda. Después procedió con parsimonia a la apertura del candado y de la puerta.

El recluso, sentado en el fondo de la habitación sobre un sucio jergón de lana les dio la bienvenida. Parecía estar esperando la visita.

-         ¡ Vaya, señora detective! ¿Recibió Vd. Mi mensaje? – dijo Carlos mostrando su amarillenta dentadura, poblada de anchos dientes.

-         Ve al grano, Carlos.- respondió Carmen. - ¿Qué es lo que quieres?

-         ¿Querer? ¿Yo?. ¿No será Vd. La que quiere algo? – respondió Carlos sonriente, moviento las cejas de arriba abajo con expresión burlona.

-         Tu me llamaste.- dijo la detective visíblemente enfadada por haber sido obligada a acudir a aquel sucio antro.-  De modo que te agradecería que me explicaras por qué coño me has hecho bajar hasta aquí.

-         No se enoje, detective. No voy a estar aquí por mucho más tiempo –dijo Carlos señalando a las paredes en donde un buen numero de cajones se encontraban apilados. – Todo gracias al amigo Galindez. Ese cabrón de celador me la ha jugado. El hijoputa ha querido asegurarse de que no suelto prenda y me ha firmado un pasaporte al presidio. De modo que aquí me tiene. Haciendo el equipaje.

-         Ya veo, Carlos. –dijo Botta mientras se acercaba a husmear el contenido de las cajas. – Una auténtica lástima. Pero ¿Qué querías contarme?

-         No tan deprisa, detective. ¿No quiere sentarse – dijo Carlos señalando una esquina del sucio jergón donde descansaba mientras la lanzaba miradas lascivas. Botta lo miró con repugnancia.

-         No gracias, el seguro no me cubre las enfermedades venéreas. Prefiero seguir de pié.

-         Como desee, agente. La he hecho llamar porque tengo para Vd. Una valiosa información que comunicarla con relación al interno fugado hace algunos días. Pero, como puede suponer, nada es gratis en este mundo. Ya sabe, yo la ayudo a Vd. Y Vd. Me ayuda a mí.

-         Mira, Carlos. Si quieres hacer algún trato, yo no soy la persona adecuada. Solo estoy a cargo de esta investigación. Personalmente, tu situación personal me importa una mierda y no estoy en posición de concederte ningún tipo de beneficio, sea penitenciario o de otra índole. De modo que, si quieres hablar, te escucho. Y si prefieres estar calladito,  símplemente  daré media vuelta y me marcharé por donde he venido. ¿ Queda claro?.

-         Sus zapatos...

-         ¿qué pasa con mis zapatos?

-         Démelos.  Los quiero...

-         ¿Estás loco? - Dijo Botta mientras veía cómo Carlos se daba la vuelta y se recostaba sobre el jergón en posición fetal, aislándose del mundo. Resultaba evidente que el recluso no estaba dispuesto a colaborar en absoluto a menos que ella accediera a llevarle la corriente. - Bueno, supongo que sí lo estás, si no no se te ocurrirían estas cosas. Haremos un trato. Si me gusta tu historia, te daré una prenda...

-         Sus zapatos.

-         ¿Quieres contar la historia de una maldita vez?.. ¡Está bien! ¡Ya veo que es inútil. Vámonos!

-         ¡Espere, por favor!. ¡No se vaya! –exclamó el interno incorporándose brúscamente y arrojándose a los pies de la detective.

-         ¡Suéltame el pié! ¡Maldita sea! – dijo Botta propinando al recluso un punterazo en la boca. Un hilillo de sangre resbaló por la comisura de los labios de Carlos. Este, sonriendo a la detective, comenzó a hablar.

-         Vd. Ya había sospechado del celador. ¿Verdad?.  Es la única persona que desde su puesto de mando puede abrir una celda. Lo que no se imagina es lo solitario que puede llegar a ser estar toda una noche sentado delante de una pantalla de televisión en la que no ocurre nada.

-         Me hago una idea. Respondió Botta limpiándose el zapato con una esquina del colchón mugriento.-  Hace muchos años que por eso mismo no veo la tele.

-         Supongo que tampoco conocía la debilidad que el celador tiene por los jovencitos.. Las noches se vuelven mucho más cortas si uno cuenta con una complaciente compañía. No sé si me entiende Vd...

-         Lo que entiendo con claridad es que estás cabreado con el celador por haberte denunciado al  Alcaide y buscas vengarte como sea. – Dijo Botta mientras caminaba en círculos ante la puerta. Su impaciencia iba en aumento. – Si me has hecho venir para esto, entonces te has equivocado de medio a medio.

-          ¿Venganza? .- Exclamó Carlos con los ojos iluminados - ¿O quizás justicia?. ¿Qué pensará Vd. Si le digo que, hasta esta misma noche Galindez era mi socio?. La verdad es que tener un socio como ese tipo le reporta a uno muchas ventajas dentro de esta institución, dado que uno puede darse de vez en cuando algún paseo y atender las necesidades de los clientes necesitados de heroína auténtica, no los fármacos repugnantes que administran en este establecimiento. – Carlos escupió en una esquina.-  El comercio exterior tampoco resultaba malo, pero lo que no sabía es que ese cabrón grababa desde su puesto de vigilancia mis visitas nocturnas  para tenerme cogido por los huevos.

-         Y tú, a cambio, le hacías de alcahueta, ¿Verdad?. ¡Eres repugnante! –dijo Carmen agachándo la cabeza y escupiéndo  ella también al suelo en un gesto de desprecio.

-         Veo que nos entendemos, detective – prosiguió  Carlos tras una maléfica sonrisa. - como antes he dicho, todo en esta vida tiene un precio, y de algún modo tenía que pagar a ese cabrón. De modo que, regularmente, me agenciaba de jovencitos que se encontraban demasiado drogados como para enterarse apenas de lo que estaba sucediendo. A cambio de sus servicios, les suministraba opiáceos que me agenciaba del botiquín. Y de este modo, todos contentos..

-         ¿Y qué ocurrió con el fugado? – preguntó Carmen.

-         El tipo tenía un cierto magnetismo animal que, desde un principio atrajo a Galindez. Solo que el chaval pasaba de este tipo de rollos, por lo que me resultó más dificil camelarlo. El pobre está como una cabra. Piensa que es una especie de hombre lobo, y no tuve más remedio que seguirle la corriente para llevarle a mi terreno. De modo que anoche le suministré un somnífero y, una vez que éste le hizo efecto, lo llevé a hombros hasta la garita de control en donde le esperaba Galindez para darse un festín.

-         ¿Y queres hacerme creer que lo desnudaste en su celda y se lo llevaste en pelotas a Galindez? – contestó riendo la detective.

-         No exactamente. Fue el propio Galindez, ya en la garita,  quien se encargó del trabajo. Le encanta hacerlo. Solo que el tipo era sonámbulo, y cuando el celador le tenía ya mirando hacia la meca y se la iba a hincar, de repente  el chaval le golpeó y salió corriendo como alma que lleva el diablo.

-         ¿Pero cómo consiguió salir al exterior del hospital estando sonámbulo?

Carlos miró nuévamente de modo lascivo a la detective. Se sentó en el jergón y, detrás de la almohada, extrajo una cinta de vídeo, mostrándosela a Botta.

-         Como he dicho antes, mi bella señora, todo en este mundo tiene un precio. Si quiere conocer el final de la historia, tendrá que darme sus zapatos a cambio.

-         Cabo. –Dijo Botta. – Quítele la cinta.

El policía  se acercó al recluso, pero este agarró la cinta y extrajo de ella una pequeña porción. El  cabo Perez  se detuvo.

-         Vamos, detective. – Dijo Carlos en tono burlón.- ¿No querrá  arruinar una prueba?. ¿Qué dirían sus jefes?.

-         Escúchame bien, Carlos –dijo la Teniente.- Se bien que quieres vengarte de ese cerdo del celador por haber tramitado tu traslado. Yo no tengo nada en contra tuya. De modo que, si me das la cinta, te prometo...

Carlos siguió tirando del contenido de la cinta mientras miraba desafiante a la policía.

-         ¿Quieres parar de una vez, maldito chiflado?. Si realmente tienes alguna prueba, a parte de la sarta de mentiras que te hemos escuchado, más vale que me la dés. De otro modo, nadie te va a creer. ¡Y date por jodido!.

El recluso se quedó pensativo. De repente comprendió que la situación no estaba como para tirarse faroles y decidió efectuar una concesión.


-         Está bien – Dijo Carlos. - Aquí tiene la cinta. Pero si después de verla quiere mi testimonio, y conocer el resto de la historia, tendrá que darme lo que le he pedido.
-          

En la sala de audiovisuales encontraron un viejo vídeo que los doctores usaban para adormecer a los pacientes con interminables sesiones de culebrones. Al pase de la cinta se apuntaron una pareja más de policías, además del cabo Perez, la detective Botta y el Alcaide en persona

La cinta resultó ser la grabación de las cámaras de vigilancia del hospital. Cada imagen registrada se reproducía en una pequeña subpantalla, de modo que se podía observar simultáneamente todo lo que cada cámara grababa individualmente. Era muy aburrida, por lo que optaron por emplear el avance rápido del mismo hasta que, en un momento dado, pudo verse a alguien corriendo desnudo por una galería .  En aquel momento, restablecieron la velocidad de reproducción normal.

Un guardia perseguía por los pasillos al hombre desnudo. Parecía querer ocultar su identidad con la mano pero, en realidad, frenaba la hemorragia de una pequeña herida en la frente. En un momento dado, el vigilante dobló una esquina y todos reconocieron de inmediato el rostro del celador Galindez.

El celador trató de aprehender al fugado, pero éste se defendía con fiereza, deshaciéndose de él continuamente. La escena se repitió de cámara en cámara, pasillo tras pasillo.

El hombre desnudo llegó corriendo hasta la puerta misma del hospital, que se encontraba cerrada, y comenzó a zarandearla con furia, asido a los barrotes. Al no poder salir, comenzó a gritar como un poseso. Sus gritos parecieron llamar la atención de otro guardia que apareció en la pantalla, avanzando con lentitud hacia la zona de la que provenían los gritos.

En aquel momento, el rostro del celador se volvió descompuesto hacia la cámara que le enfocaba  y se acercó hacia la misma hasta tocarla.. Había escuchado las voces de alerta que se acercaban al lugar y,  presa de gran nerviosismo, gesticulaba histriónicamente al que se encontraba en aquel momento en la cabina de control indicándole que hiciera álgo.

Unos segundos después, la puerta de la calle se abrió y el recluso salió por ella corriendo desnudo a toda velocidad. Galindez quedó paralizado, llenando el objetivo con su grueso y pasmado rostro, esferizado por la lente.

Tras la fuga, el segundo guarda llegó al punto donde se encontraba el celador y le preguntó algo. El celador le respondió unas palabras visiblemente malhumorado, llevándose las manos a la herida y ambos abandonaron la galería conversando.


-         ¡ Lo que hay que ver! – exclamó Botta  mientras policías y vigilantes cuchicheaban entre sí emitiendo guturales risas, interrumpidas por un brusco portazo. Después, los vociferantes gritos del Alcaide expeliendo por los pasillos el nombre de “Galindez” llenaron el lugar.

Una hora más tarde, Carlos el Chamán había tomado una ducha y se encontraba esposado y con ropa limpia sentado en la sala de reuniones delánte de un micrófono. La teniente Botta entró en la sala, se descalzó y le deslizó sobre la mesa sus zapatos, calzándose los pies con unas babuchas del hospital.

El recluso metió la nariz en  los zapatos y comenzó a masturbarse a dos manos, con las esposas puestas.

-         ¿Le quitamos los zapatos? – preguntó el cabo Perez

-         No, contestó Botta mirando con incredulidad al recluso. Creo que me compraré un par nuevo.

Transcurrieron unos minutos antes de que Carlos pudiera alcanzar el Climax. Después, la detective le interrogó delicadamente:

-         Bueno, Carlos. Dentro de unos minutos mis compañeros entrarán a tomarte declaración. Pero  tengo curiosidad por conocer el resto de la historia.

Carlos sonrió nuevamente.

 – Realmente, no hay mucho más que contar que no puedan haber supuesto ya. Después de que el muchacho saliera corriendo, Galindez se dedicó a perseguirle por todo el hospital dejándome a mí en el puesto de control. A través de los monitores pude seguir toda la escena. Alberto estuvo a punto de descubrir a Galindez  persiguiendo al muchacho desnudo, por lo que en aquel momento pensé que lo mejor era abrirle la puerta y facilitarle la fuga. De modo que, desde la cabina de control, le abrí la puerta.

-         Y aprovechaste la ocasión para agenciarte la cinta. ¿No es así?

-         Así es. La escondí entre las ropas del muchacho, y después fui a la celda y deposité la ropa en el suelo. Pero Galindez debió de echar la cinta en falta y quiso joderme. El resto ya lo saben.

Tras la breve conversación, entraron en la sala más policías para completar el interrogatorio. En medio del mismo, los altavoces del centro reclamaron a la detective Botta para que se presentase en el Hall.

El muchacho fugado había robado un coche.

martes, 28 de febrero de 2012

4.-MORADA DE DEMONIOS - LA HUIDA

El turno de Amelia en el centro psiquiátrico no empezaba hasta dentro de una hora, pero a ella siempre le había gustado llegar con antelación. Disfrutaba de ese tiempo libre para desayunar con sus amigas del turno de noche en la cafetería del centro y de este modo, intercambiar el cotilleo nocturno con el diurno para no perder el hilo de todo lo que sucedía en el centro. Mientras conducía su coche por la angosta carretera, aprovechaba la ocasión para escuchar por la radio las noticias matutinas. Aquella voz en la distancia  la  ayudaba a permanecer despierta y acompañada a aquellas tempranas horas del alba en las que el tedio solía dominarla.

Al doblar un recodo de la carretera, se encontró con unas vallas amarillas,  atravesadas en mitad del camino que la impedían el paso. Un joven muchacho, vestido con un mono azul y un casco blanco, agitaba en el aire una banderola, moviéndola de arriba abajo con su mano izquierda al tiempo que alzaba el brazo derecho y  mostraba la palma de la mano,  instando al vehículo a detenerse.

Amelia, sorprendida por la repentina detención a la que era objeto, detuvo el coche  junto al joven que guardaba el paso y abrió la ventanilla para preguntar qué ocurría. No esperaba que el muchacho abriese de improviso la puerta, cosa que hizo con tal rapidez que la fué  imposible reaccionar a tiempo e intentar la huida. Aturdida por la sorpresa, se quedó simplemente mirando a su agresor  mientras que éste la agarró del brazo con gran agilidad y la arrojó del vehículo en un brusco movimiento.

- Lo siento, señora – exclamó el muchacho visiblemente consternado la verla tendida de bruces sobre el polvo del camino. - Pero necesito su coche.

Amelia quedó tirada en la cuneta de la carretera, observando enmudecida cómo el joven penetraba en el vehículo, cerraba la puerta sin miramientos y se alejaba del lugar a toda velocidad. Después, rompió a llorar desconsoladamente.

Tomás, obligado por las circunstancias a actuar de este modo, la contempló con tristeza desde el retrovisor del coche mientras avanzaba por la angosta carretera, perseguido por una nube de polvo sin conocer aún su destino en aquel improvisado viaje. El centro psiquiátrico no se encontraba demasiado lejos de aquel lugar y, sin duda, la muchacha no tardaría en alcanzar el edificio y denunciar el robo del vehículo. Eso le proporcionaba un  margen de algo más de una hora antes de que la policía local se lanzase en su búsqueda, pero ese lapsus de tiempo era suficiente para alcanzar uno de los pueblos más poblados del lugar, en donde debería abandonar el coche y buscar otro medio de fuga.

Mientras avanzaba con el coche a través de aquella carretera solitaria rodeada por un páramo helado, no podía dejar de pensar en aquello que recordaba de su huida del centro. Las primeras luces del alba comenzaban a imponerse sobre la oscuridad de la noche. Nuevamente había  sucedido. Su otro yo había despertado bajo la tenue luz de la luna llena, asumiendo  el control de la situación sin permitir que de los sucesos acaecidos permaneciese en su memoria recuerdo alguno. A pesar de ello, había ganado su libertad. Había escapado fuera de los muros de la prisión. Y aquello era algo por lo que estar agradecido.

Recordaba su despertar de aquel día. Un blanco manto de tenue escarcha cubría los campos, y él vagaba desnudo, como en la noche fatídica por la que fue condenado. Deambulaba sin ropa alguna a través del páramo, sin rumbo conocido, impulsado por sus instintos y por el propio frenesí de la huida Pese al frío intenso que le rodeaba, no percibía  en su cuerpo síntomas de hipotermia. Llevaba un largo rato corriendo a través de aquella tierra yerma y el vapor de agua que desprendían su aliento y su cuerpo se condensaban a su alrededor formando  un blanco halo espectral como caido de la misma  luna. El viento del amanecer arrancaba del campo pequeñas briznas de polvo helado que estrellaba contra su cuerpo desnudo y el vello que cubría su piel se agitaba y doblaba como un junco ante la tormenta. Pero no estaba totalmente solo. Una bandada de cuervos, revoloteando a su alrededor, revelaba desde la distancia su presencia. Quizás presentían su próxima comida. Necesitaba refugiarse en algún lugar y encontrar algo de ropa, pues de otro modo acabaría muriendo de frío.

A aproximadamente un kilómetro de distancia vislumbró una caseta. Era una de aquellas edificaciones con un propósito industrial, construidas en ladrillo visto y con los tejados de chapa ondulada que en ocasiones se encuentran en mitad de los campos, de aspecto austero y dimensiones reducidas. Tomás se encaminó hacia la misma buscando refugio allí.

La puerta de la caseta estaba abierta. Sin pensárselo dos veces, penetró en su interior y cerró el portón de chapa, quedando al abrigo del viento. Respiraba  agitadamente. Su  corazón latía con tal fuerza que comenzó a sentir un dolor agudo en la garganta acompañado de un sabor a sangre en la saliva.

La caseta ocultaba en su interior una estación de bombeo de aguas fecales. El olor circundante no era muy agradable, pero el agua que emanaba de los colectores se encontraba caldeada, por lo que la temperatura en el interior de la edificación no era tan fría como podía suponerse en un principio. Pese a ello, el vapor que el vertido emanaba se condensaba en las superficies frías del recinto, principalmente en el tejado metálico, puertas y ventanas. El  ambiente que le rodeaba resutaba extremadamente húmedo e incrementaba la desazón que sentía en el cuerpo.

Tras una de las puertas de las habitaciones de la instalación, Tomás encontró  un lavabo. No disponía de agua caliente, pero en una esquina alguien se había dejado unas botas de goma de pocero, todavía cubiertas de fango, una toalla mugrienta y un mono azul de trabajo cubierto de manchas. Aquello era justamente lo que en aquel momento necesitaba. Se vistió con el mono, usando la toalla de bufanda y calzó con alguna dificultad las botas, de una talla más pequeña. Después, abandonó el edificio.

En el exterior de la caseta, el sol empezaba a asomarse por el horizonte. Tomás Caminó por el arcén de la carretera sintiéndose más tranquilo, alejándose de aquella zona en la que todavía podían vislumbrarse las torres del hospital. A cada paso que daba se sentía invadido por una sensación de libertad que saboreó con deleite. A pesar de los infortunios que le acosaban, sentía en aquel momento que la vida le sonreía. Le había sido concedida una nueva oportunidad para forjar su propio destino, y no pensaba permitir que le atrapasen, que le llevasen de nuevo  a aquella prisión en la que continuamente era sometido a un estado semivegetal  para la propia comodidad del personal del centro.

Los primeros rayos del amanecer calentaron su cuerpo haciendo desaparecer paulatinamente la sensación de intenso frío que le atenazaba, sensación que se desvanecía con el ritmo de la marcha.  Tras algo más de una hora de camino, descubrió unas obras en la carretera. Aún era temprano y no había nadie trabajando en el lugar, por lo que le resultó un lugar idóneo para efectuar una parada. Las excavadoras habían abierto en el arcén de la carretera una zanja no muy profunda sobre la que descansaba un colector en tramos aún sin unir.  Aprovechó la ocasión para recuperar el resuello y  rebuscar  entre el cúmulo de objetos que se encontraban esparcidos por el lugar, algo que pudiera resultar de utilidad. Encontró  un casco y se  lo puso.  Debía tener cuidado. No había sitio alguno  donde esconderse en aquel páramo, pero en el caso de que a partir de entonces comenzaran a transitar los vehículos por la carretera, nadie se extrañaría de ver a alguien vestido con ropa de trabajo en una obra.

Se sentó en el arcén de la carretera meditando cómo escapar de la zona. Necesitaba un medio de transporte. Pensó primero en hacer autostop, aunque inmediatamente  desechó la idea. Sería totalmente improbable que el primer coche que cruzara por la zona le tomara como pasajero. Finalmente, se fijó en las vallas que protegían el paso a una zona con zanjas y ideó un plan para detener a los coches. Así fue como consiguió el vehículo de la pobre Amelia.

Mientras se acercaba a una zona poblada de casa bajas, Tomás recordó nuevamente a la chica arrojada al arcén y sintió pena por ella. Quizás no había sido una buena idea dejarla abandonada en aquel lugar. Si la hubiera llevado con él, no tendría ahora que deshacerse del coche y podría haber prolongado la huida con el vehículo quizás hasta llegar a la costa, pero sin duda un secuestro además del robo perpetrado no iba en absoluto a contribuir a mejorar su situación.

Al llegar al centro de aquella ciudad de provincias, se dirigió a la estación de trenes. Allí aparcó el vehículo en el parking de la estación, no sin antes registrarlo a fondo. Afortunadamente, el bolso de Amelia estaba aún en el asiento trasero del vehículo. En su interior halló un monedero con algo de dinero en efectivo y algunas tarjetas de crédito, que guardó en uno de sus bolsillos, dejando el resto de objetos esparcido por el coche.

Tras un breve paseo por las cercanías de la estación, entró en un bar en donde tomó un abundante desayuno mientras esperaba a la apertura de las tiendas. A esa hora, el televisor emitía las noticias de la mañana. Pensaba que ningún medio de comunicación ofrecería la noticia de la fuga, pero aún así, se sintió molesto Pagó con unas monedas y se marchó del local apresuradamente.

A poco más de una manzana entró en unos grandes almacenes en los que consiguió burlar la escasa vigilancia existente y  sustraer algo de ropa junto con unas zapatillas de deporte, si bien tuvo que desgarrar fragmentos de la tela para desprender el dispositivo antirrobo.  Quizás hubiera podido pagarlo con la tarjeta de crédito, pero finalmente eligió el robo directo como opción más segura, ya que  el nombre femenino que figuraba en la tarjeta y el carnet de identidad de la chica hubieran levantado sospechas.

Un poco más tarde, se encontraba sentado en la estación, observando el panel indicador de los trenes de salida. Los altavoces de la estación reverberaban en la espaciosa sala y un gran bullicio de personas transitaba sin cesar de un lado a otro  portando equipajes y otros enseres. En aquél momento, no tenía una idea clara de hacia dónde dirigirse. La vida  que anteriormente había conocido se encontraba ahora fuera de su alcance. Estaba rota. Sus padres podrían ayudarle, pero probablemente ellos serían los primeros en avisar a la policía, quizás obrando de buena fé buscando en el abrigo del hospital el bienestar de su hijo. En cuanto a familiares o a amigos que en aquel momento pudiera recordar, ninguno se le antojaba lo suficientemente fiable como para ponerse en sus manos. De cualquier forma, si no encontraba pronto una solución, debería arriesgarse a tal posibilidad.

Mientras Tomás se sumía en tales pensamientos, lentamente fue formándose delante de él un cúmulo de personas. La mayoría inmigrantes. Cada uno de ellos portaba equipaje ligero y en general, salvo ciertos esporádicos y efusivos encuentros de gente conocida, resultaban desconocidos entre sí.  Observándoles durante un rato, comprendió que se trataba de un grupo de trabajadores temporeros que se dirigían a la vendimia. Llegaban en pequeños grupos, espaciados en el tiempo,  y se concentraban en el mismo lugar, lo que indicaba que provenían de orígenes diversos. Aquella podía ser su oportunidad. Siendo esa gente desconocidos entre sí, no tendrían problemas en aceptarlo como compañero, de modo que abandonó su asiento y se mezcló en el corro de trabajadores, que se presentaban entre sí formando un gentío cada vez más numeroso.

Un muchacho ecuatoriano se acercó a él presentándose de modo afable:

-         ¿Qué tal, amigo?. ¿Vienes también a la vendimia?

-         Si. – respondió Tomás tímidamente, asombrado de la inesperada cordialidad que aquel muchacho le ofrecía.- Así es. Y.. supongo que tu también ..

-         Es tu primera vez, ¿verdad?. A mi me pasa lo mismo.- dijo el joven ecuatoriano rascándose la nuca.- Llegué acá de Ecuador ayer mismo, y todavía no me hago al horario de este país. Pero no tardo mucho en acomodarme a los nuevos sitios. ¿Y tu de donde vienes?


-         Vengo de la costa.

-         Ahh, la costa. Seguro que es un lugar rechulo. Yo me llamo Salvador Ramirez. 

-         Encantado. Mi nombre es Tomás Gomez.  Y he venido por indicación de un amigo al que todavía no he visto. ¿Podrías ayudarme?.

-         ¡Pues claro! – Exclamó Salvador Sonriente.- ¡Mientras no sea dinero lo que pides, no hay problema!. ¿Qué necesitas?.

-         Solo que me expliques un poco como funciona esto, ya que es la primera vez que vengo y  estoy algo perdido.

-         ¡Tu no te preocupes de nada!. Ahorita mismo, vendrá el capataz a recogernos y nos llevarán a todos a la finca. Pero ven un instante, Tomás – dijo Salvador cogiéndole del brazo – quiero presentarte a unos amigos que han venido conmigo. ¡Muchachos!. Les quiero presentar a Tomás.

Dos jóvenes de morenos de aspecto azteca, vestidos ambos con un anorak de plumas, pantalones vaqueros y zapatillas deportivas se acercaron a ellos, presentándose como Manuel y Antonio. Tras las presentaciones de rigor, se estrecharon la mano. Con ellos se encontraba Cesar, un hombre peruano enjuto y maduro, con profundas cicatrices marcadas por el sol de la montaña cruzando su rostro. Iba vestido a la usanza del altiplano. Un viejo sombrero de ala ancha  en la cabeza y un poncho adornado con collares. El hombre  miró de modo escrutador a Tomás, que se sintió inesperadamente inquieto, como si los negros ojos de Cesar pudieran leer en lo más profundo de su alma.

-         ¡Un placer conocerte, muchacho.- dijo el anciano exhibiendo unos modales refinados que sorprendieron a Tomás, pues en nada se correspondían con el aspecto  de campesino  que ostentaba aquel individuo.

Tras una espera de algo más de media hora, un recién llegado alzó la voz llamando la atención de los presentes. Tras un breve discurso en el que trató de imponer algo de organización a tan caótico y heterogéneo grupo, formado por sudamericanos, rumanos, magrebies y portugueses,   todos salieron tras él portando sus equipajes. El hombre los condujo hasta un autobús en el que formaron una ordenada fila. Tras cargar los equipajes en el maletero del autobús, todos subieron al mismo. Tomás se unió al grupo de Salvador y, durante el trayecto al lugar en donde se encontraban los viñedos, conversaron amigablemente.

El autobús abandonó la ciudad y, tras cruzar un despoblado desierto, ocupado por extensas zonas de labranza,  en el que apenas se discernía un cúmulo de árboles de vez en cuando, se dirigió hacia la falda de las montañas, atravesando sobre un caudaloso río. Desde allí los condujo directamente al viñedo, en donde todo el pasaje y su equipaje hubo de descender.

En el viñedo se trabajaba desde el amanecer. las viñas, ocupadas ya por algunos temporeros, aguardaban a los recién llegados con sus sarmientos rebosantes de racimos de uva. Durante el resto del día no hubo demasiado tiempo para la conversación. Apenas una parada para comer y el resto del día agachándose para arrancar de las cepas, con ayuda de tijeras, navajas, garillos , ocetes u otros cuchillos con punta de gancho, los tintados racimos de uva. Tomás Transportaba  sin descanso los capachos de mimbre  llenos de la fruta madura hasta los remolques de los tractores. A Tomás esta tarea le resultaba agotadora, más aún después de la agitada noche que había vivido, pero hubo de resignarse y cumplir como pudo su cometido para que el capataz que dirigía el grupo no le increpara demasiado, cosa que hizo en al menos un par de ocasiones debido a la lentitud  que mostraba en el trabajo.

Al caer la noche, se interrumpieron los trabajos de recolección y el grupo se reunió para cenar al aire libre en un campamento de tiendas que el propietario de la viña, Don Alejandro De la torre, había dispuesto para el descanso de aquellos que no contaban con un lecho en el pueblo más cercano. La cena fue frugal pero estuvo acompañada de risas y cantos, amenizada con las danzas de los vendimiadores y regada de abundante vino,  pero Tomás se encontraba en aquellos momentos demasiado exhausto como para gozar de compañía, por lo que se despidió de sus amigos y se dispuso a dormir. Consiguió que le prestaran un saco de plumas y desapareció bajo la sombra de una de las tiendas, donde no tardó en quedarse profundamente dormido.

A media noche, en mitad de su sueño, escuchó unas voces susurrantes a su alrededor:

“¡Cuidado!. ¡No debemos despertarlo! Puede ser peligroso en su estado”

“Es lo mejor que podemos hacer. Se conduce como si fuera un perro rabioso. Está perturbando a todo el mundo”.

Estupefacto, abrió los ojos encontrándose con el afable rostro de Salvador, que lo miraba asustado, agarrándole con firmeza del mentón.  Manuel  y Antonio le sujetaban de los brazos.

-         ¿Te encuentras bien, Tomás?

Tomás asintió, tragando saliva. Tenía las cuerdas vocales entumecidas y no era capaz de articular palabra

-         ¡Nos has asustado a todos! – exclamó Manuel balbuceando y casi a punto de llorar. - ¡Andabas por ahí desnudo, encorvado como un animal y gruñéndo a la gente!. ¿Es que estas loco?

-         Soy sonámbulo.- musitó Tomás con voz afónica. – No recuerdo nada.

-         ¡ Maldita sea! – masculló Antonio. Si sigues comportándote así, te ataremos como a un perro.

Tras el susto inicial, sus amigos le relataron al detalle sus andanzas de esa noche. Había sido dificultoso conseguir atraparle y para ello,  medio campamento  había participado en la tarea. Pero después de su captura había resultado aún más difícil calmar a alguno de los vendimiadores. Los que más se irritaron por su comportamiento fueron algunos rumanos, que a falta de algún objeto de plata para darle muerte no se ponían de acuerdo sobre si clavarle una estaca en el corazón o  quemarlo vivo. El más viejo del grupo de rumanos se acercó a los custodios del sonámbulo para negociar con ellos la expulsión del muchacho del campamento, por perturbar la paz en el mismo. Pero el enlace sindical que, tras los festejos, se encontraba visiblemente ebrio, salió en su defensa.

-         ¡Moomento, compañeros!. Recordar las palabras del sabio.¡¡ Hoominidus lupus!!. El lobo es un hombre  para el hombre. Pero un lobo para la Patronal. ¿Y por qué?. Por que te dejan en pelotas igualmente. Te dejas la piel para ellos y ¿Para qué?. ¿Y para qué te deja en pelotas la patronal? ¿Ehhhh?. ¡Para después joderte!. ¡Para darte por el culo!. ¿Y qué ha hecho éste muchacho sino expresar su conciencia proletaria?. ¡Compañeros!. ¡Viva la revolución sindicalista!

-         ¿¡Viva!? – gritaron algunos

-         ¿Qué hacemos con él, Salvador? – preguntó Manuel mientras el sindicalista proseguía con su encendido  discurso.

-         Llevémoslo con Cesar – respondió Salvador mirando a Tomás fijamente. – Él sabrá que hacer.