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sábado, 10 de marzo de 2012

LA ESTATUA DEL TEMPLO



Estoy sentado en este pedestal, del que no puedo escapar. La gente viene a adorarme. Me cubren de flores y rezan. Encienden fuegos y velas perfumadas mientras hablan frente mi rostro impasible. Puedo oírles, aunque mis labios están sellados e inmóviles, prisioneros del frío mármol que alberga mi ser. Una vez fui un hombre, antes de que la mirada de Medusa transformara en estatua mi cuerpo de guerrero. Ahora soy solo una sombra. Un inmortal carente de vida testigo de las penas de los hombres. Ellos me cuentan sus problemas, piden por su salud o la de sus seres queridos, como si yo pudiera, merced a una magia antigua, apaciguar los dolores que sufren sus cuerpos y  almas. ¡Qué ilusos!.

No se puede escapar del cielo. Yo lo sé mejor que nadie. Por mucho que corra o intente esconderme, los astros me acaban encontrando. Solo en las noches de eclipse consigue el destino burlar la maldición de la Gorgona y otorgarme por unas horas el don de la vida. Así he conocido a los griegos, que vieron en mí a un corredor olímpico, romanos, Hititas, egipcios, Persas y  cientos de pueblos de la tierra. Incluso quise escribir mis desgracias en un pergamino que el contacto con mi piel se convirtió en piedra cuando la luna impuso en el cielo su presencia. En esta ocasión había aguardado mi destino sentado sobre la hierba mientras contemplaba el cielo.

Hoy me han traído un cesto de fruta. Parece que la pequeña hija del gobernador ha sanado de sus fiebres. Sin duda será un buen festín para los monjes del templo. En otro tiempo me regocijaba contemplar el pueblo postrándose a mis pies en busca de favores, pero sus penas son a veces demasiado intensas y su dolor demasiado profundo, incluso para un frío corazón como el mío.


Siento la lluvia cayendo sobre mi rostro de piedra. El agua me golpea en la frente y anega mis ojos para después fluir hacia el océano surcando en un pequeño torrente mis mejillas.  He visto hacerlo a los hombres muchas veces. Lo llaman llorar. Es bonito.

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