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domingo, 18 de septiembre de 2011

BANOR - LAS MEMORIAS DE UN MAR.





La danza de la estrella con su amante oscura alcanzó el orgasmo. A cientos de años luz, enormes bestias alzaron su cabeza hacia el cielo cuando la supernova proyectó en el suelo una segunda sombra. Luego siguieron pastando.

Después llegó el frió. Fragmentos de hielo flotando en la inmensa oscuridad del mayor de los océanos, girando lentamente alrededor de una estrella  aún no nacida. Una vaga visión de la eternidad dentro de  un sueño  vacío;  un  dormitar alejado de la luz  en  donde  el tiempo,  encerrado  en un frío mausoleo, se extinguía  entre fantasmas de humo y apagados gritos de silencio.  Una tumba a la deriva a través de la galaxia, contemplada por las estrellas con indiferencia. Tan  solo  los pequeños asteroides, náufragos como Banor  en el  espacio,  turbaban  ocasionalmente su  sepulcral  reposo atravesando  de  vez en cuando la esfera de gas y polvo que  era  su cuerpo.  Y  mientras  Banor dormía, el  universo,  como  una flor, se iba abriendo.


Llegó  por  fin la primavera cósmica y  los  planetas, deslizando  su  danza  alrededor de los soles,  abrieron  su piel  a  las nuevas músicas creadas para ellos. Banor,  como una  pequeña  espora arrastrada por el viento,  fue  poseído por  un gran gigante rojo, repleto de cráteres y habitado por un océano de fuego,  que hizo  de él  su compañero, acogiéndolo en su atmósfera. Y  en   el   seno   de   esa   atmósfera,   de  aquella transparencia  en la que el paso de la luz no dejaba tras de sí  a la infinita oscuridad del espacio, Banor encontró a la mitad  de  su ser. Nunca llegó a saber quién era  realmente, pero  pudo sentirlo como una presencia que, fundiéndose  con él  en un abrazo incontenible, rompía de un golpe el  espejo de  su  propia soledad para invitarle a salir de  ese  reino oscuro  en  donde  se hallaba, de ese lugar  en  donde  solo habitaba la muerte.


Día   a  día,  sobre  las montañas, los  cráteres  y  el rocoso  y polvoriento suelo, una danza sin edad hizo girar a  Banor  en  un apretado vals al ritmo  infatigable  de  la creación. Y  en ese baile, de un furtivo y  apretado  beso, surgió  el relámpago, el trueno y la tormenta. Y la  lluvia, torrencial,  poderosa, en un llanto de alegría incontenible,  hizo  a  Banor despertar para siempre de su largo sueño  con un  grito  de puro vértigo, derramándose en un diluvio  sobre la  tierra,  inundándola,  arrastrando   en  su  resurrección montañas  enteras,  rodando junto a él como una  muchedumbre alborotada, arrancada  de sus casas para asistir al milagro de la  nueva vida.

Dos  años tardó  Banor en concluir su caída al  planeta. Durante  ese  tiempo, la enorme masa líquida que formaba  su cuerpo  se  congregó  en  el  fondo  de  los  valles  y  fue creciendo  hasta  cubrir  en  su  totalidad  las  más  altas montañas.


Los  años  que siguieron a la formación de  Banor  como mar  los recuerda éste como una época de continua agitación, de  tumultos  y  constantes  cambios  en  la  fisonomía  del planeta,  provocados principalmente por la inadaptación a su nueva  forma.  A  este  periodo   siguió  otro  de  calma  y reflexión  en  el que las aguas descendieron y las  montañas más  altas  formaron  pequeñas   islas  desiertas  de  color granate,  fácilmente visibles desde el espacio en  contraste con la azulada palidez del cuerpo de Banor.


Lentamente,  gota a gota, el tiempo fue diluyéndose  en la  esencia  de Banor, mostrándole los secretos círculos  en los que se encerraba la memoria de todo lo creado.


El  día  y  la noche habitaban en Banor en  armonía,  y aunque  el  planeta giraba y las sombras se movían sobre  su cuerpo,  también  el  sol   abrasador   surgía  siempre  del horizonte  en  un  punto  móvil  y  eterno.  De  este  modo; habitada  su mente por crepúsculos y amaneceres;  reflejadas en  sus aguas todas las estrellas, la conciencia de Banor se hizo universo.


Las  aguas  se  llenaron con la voz de  las  estrellas, despertando  en  Banor un sueño vivo que transformó en  amor la  inmensidad de su cuerpo. Trató de imitar el canto de los astros, pero  su  voz era de espuma y no  de  luz.  Intentó entonces  brillar como ellos y sus aguas se tornaron doradas como  el sol, pero la luz que Banor reflejaba no nacía de su interior.


Abatido  por  no  poder demostrar el  amor  que  sentía  hacia  ese mar infinito que le había creado, Banor lloró, y en  su  llanto  quedaron prendidas  para siempre las estrellas, cabalgando  luminosas sobre  las  negras aguas y bajo la húmeda retina  del mar, al mirar a las estrellas o a su propio sol. Seres minúsculos, del  tamaño de  gotas de agua brotaron sobre su superficie a  merced de  las  corrientes. La luz del sol era su único alimento  y su  color  cambiaba con la temperatura de las aguas. En  los lugares  más fríos del planeta, estos seres adquirían la azulada blancura  del  mar, mientras que al adentrarse en las  zonas donde  el  sol  se colgaba en el centro mismo de  la  cúpula celeste,  brillaban dorados y rojos, absorbiendo la luz  y  aumentando de tamaño para luego consumirse  por  las noches  en un resplandor verde y plateado limitado tan  solo por la impenetrable oscuridad de las islas.


Banor  llamó Edos a estos seres y aprendió  a manejarlos por medio de  las corrientes  hasta dominar por completo el arte del color. En las  zonas  frías del planeta alisaba su piel al  llegar  la noche  dejando  a  los Edos a merced de las  estrellas.  Los Edos,  testigos  individuales  de   la   luz  del  universo, formaban  un  mapa  vivo de las galaxias que  Banor  plegaba cuidadosamente  y  almacenaba  en forma de  cristal  en  los parajes helados del planeta.


 De  este  modo,   la revelación   de  la existencia  de  una  mente   universal   que,  como  un  mar infinito,  albergaba  el  universo, fue adquiriendo consciencia  en  Banor,  haciéndole  saber  que   él,   engendrado   por  un  hacedor misterioso  a su imagen y semejanza, tenia un solo  destino. Un solo propósito que hasta entonces no había conocido.

  Banor había sido creado para crear.

Día  a  día, como notas de color arrancadas de un  arpa invisible,  las  voces de las estrellas se plasmaron  en  el vibrante  océano  formando nuevas criaturas que llenaron  de vida  los fondos submarinos. Y en  cada  pequeña gota  marina,  en  cada elemento vivo de la  primera  lluvia, habitaba  el  espíritu del mar dando cobijo a  microscópicos seres  para  los  que  esa minúscula gota de agua era  su  único, infinito e inexplorado universo.


 Pero  a  pesar del dominio de la materia y la  facultad de  soñar en su propio seno, como las estrellas soñadoras de mundos, Banor deseaba la compañía  de  un   ser   con   el   don   de   sentir  amor, correspondiendo  así a esa fuerza primitiva que latía  detrás del milagro de la creación. Para  ello concentró su atención en los despejados cielos de las  noches polares y en los pequeños cristales helados  que encerraban  los  secretos pensamientos del  universo. Allí,  como  un  pintor humano que busca en el acogedor espacio  de una  buhardilla  la  consumación  de su obra  a  través  del cuerpo  de  una modelo, Banor, el artista, llevó a  cabo  su genial interpretación sobre la mente cósmica.


 Millares  de  cristales helados fueron  fusionados  por Banor  en una sola criatura viva capaz de emular a la  mente universal  en  sus  solitarios pensamientos.  De  este  modo nació  el  primer  Pil,  hijo del mar y  las  estrellas.  Su cuerpo  era de cristal, de un azul cambiante que variaba  de intensidad  según la naturaleza de la luz que recibía. En su interior,  en  el  seno de un denso cristal  oscuro,   destellos luminosos  se agitaban con un fuego vibrante a semejanza del intenso  dialogar  de  las estrellas. Y  alrededor  de  esos destellos, un  billón de mundos diferentes orbitaba en  silencio mientras  la  vida era evocada como un sueño en el  interior de cada uno de ellos.


Durante  siglos,  la vida del primer  pil  estuvo volcada  plenamente en sus sueños interiores, siendo testigo de  la  muerte y nacimiento de innumerables mundos a  través de  los ojos de miles de soles. Más tarde, al sobrepasar  su consciencia  el  límite de su propio ser, descubrió  el  mar que lo contenía, amándolo como a un dios.


Transcurrieron  los  siglos y nuevos  Pils,  aparecidos sobre  la superficie del océano, fueron uniéndose al primero, formando  primero una montaña flotante y milenios después un vasto reino de hielo. Pero  no  todos los pils permanecieron recluidos en  el frío  lugar   donde   fueron   creados. Muchos   de  ellos despreciaron  la inmortalidad que el frío les  proporcionaba y  desearon  adentrarse en las inmensas aguas para  fundirse al  sol  con  su creador.

 
Banor  amó  a  estos  Pils   más  que  a  ninguna  otra criatura,  haciéndolos viajeros de las corrientes y testigos del  sol  y de la noche. Se sentía dichoso de sentir  a  los Pils  emerger de las aguas para estremecerse con la luz  del sol.  En esos instantes, sus cuerpos de cristal y sus mentes se  agitaban,  uniéndose  a  su creador  en  una  conjunción perfecta  de   múltiples   y   armoniosas   vibraciones  que despegaban  a  los vientos, creando as¡ una hermosa  música.

Banor,  en  silencio,  escuchaba en su canto la  voz  de  la creación mientras  sus  criaturas  se  consumían,  hallando en la consumación de ese viaje la renovación de su mundo.


 El  tiempo  era  para  los Pils como  una  sucesión  de espacios  vacíos en los que la música de las aguas penetraba y  habitaba  en  ellos con una luz inquieta. No  existía  el bien  ni el mal en la percepción del mundo que recibían  los cristales.  Tan solo había un constante fluir de sensaciones que,  como un tumultuoso río, atravesaba sus mentes,  unidas por  un hilo invisible que permitía al pueblo Pil  compartir los pensamientos o sensaciones de cada uno de sus miembros.


 El  sueño  y  la  oscuridad eran  para  los  Pils  algo semejante  a  la muerte de los hombres: Un gigantesco  salón de  dimensiones  infinitas que, cuando a través de los  años uno  termina  de cruzarlo, nada recuerda. Por eso las  islas, en donde el mar no existía, eran temidas por los Pils, como un lugar vacío habitado por la muerte.

Un lugar que se convirtió en la misma muerte cuando los hombre llegaron con sus naves a habitar las islas.


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