La danza de la estrella con su amante oscura alcanzó el orgasmo. A cientos de años luz, enormes bestias alzaron su cabeza hacia el cielo cuando la supernova proyectó en el suelo una segunda sombra. Luego siguieron pastando.
Después llegó el frió. Fragmentos de hielo flotando en la inmensa oscuridad del mayor de los océanos, girando lentamente alrededor de una estrella aún no nacida. Una vaga visión de la eternidad dentro de un sueño vacío; un dormitar alejado de la luz en donde el tiempo, encerrado en un frío mausoleo, se extinguía entre fantasmas de humo y apagados gritos de silencio. Una tumba a la deriva a través de la galaxia, contemplada por las estrellas con indiferencia. Tan solo los pequeños asteroides, náufragos como Banor en el espacio, turbaban ocasionalmente su sepulcral reposo atravesando de vez en cuando la esfera de gas y polvo que era su cuerpo. Y mientras Banor dormía, el universo, como una flor, se iba abriendo.
Llegó por fin la primavera cósmica y los planetas, deslizando su danza alrededor de los soles, abrieron su piel a las nuevas músicas creadas para ellos. Banor, como una pequeña espora arrastrada por el viento, fue poseído por un gran gigante rojo, repleto de cráteres y habitado por un océano de fuego, que hizo de él su compañero, acogiéndolo en su atmósfera. Y en el seno de esa atmósfera, de aquella transparencia en la que el paso de la luz no dejaba tras de sí a la infinita oscuridad del espacio, Banor encontró a la mitad de su ser. Nunca llegó a saber quién era realmente, pero pudo sentirlo como una presencia que, fundiéndose con él en un abrazo incontenible, rompía de un golpe el espejo de su propia soledad para invitarle a salir de ese reino oscuro en donde se hallaba, de ese lugar en donde solo habitaba la muerte.
Día a día, sobre las montañas, los cráteres y el rocoso y polvoriento suelo, una danza sin edad hizo girar a Banor en un apretado vals al ritmo infatigable de la creación. Y en ese baile, de un furtivo y apretado beso, surgió el relámpago, el trueno y la tormenta. Y la lluvia, torrencial, poderosa, en un llanto de alegría incontenible, hizo a Banor despertar para siempre de su largo sueño con un grito de puro vértigo, derramándose en un diluvio sobre la tierra, inundándola, arrastrando en su resurrección montañas enteras, rodando junto a él como una muchedumbre alborotada, arrancada de sus casas para asistir al milagro de la nueva vida.
Dos años tardó Banor en concluir su caída al planeta. Durante ese tiempo, la enorme masa líquida que formaba su cuerpo se congregó en el fondo de los valles y fue creciendo hasta cubrir en su totalidad las más altas montañas.
Los años que siguieron a la formación de Banor como mar los recuerda éste como una época de continua agitación, de tumultos y constantes cambios en la fisonomía del planeta, provocados principalmente por la inadaptación a su nueva forma. A este periodo siguió otro de calma y reflexión en el que las aguas descendieron y las montañas más altas formaron pequeñas islas desiertas de color granate, fácilmente visibles desde el espacio en contraste con la azulada palidez del cuerpo de Banor.
Lentamente, gota a gota, el tiempo fue diluyéndose en la esencia de Banor, mostrándole los secretos círculos en los que se encerraba la memoria de todo lo creado.
El día y la noche habitaban en Banor en armonía, y aunque el planeta giraba y las sombras se movían sobre su cuerpo, también el sol abrasador surgía siempre del horizonte en un punto móvil y eterno. De este modo; habitada su mente por crepúsculos y amaneceres; reflejadas en sus aguas todas las estrellas, la conciencia de Banor se hizo universo.
Las aguas se llenaron con la voz de las estrellas, despertando en Banor un sueño vivo que transformó en amor la inmensidad de su cuerpo. Trató de imitar el canto de los astros, pero su voz era de espuma y no de luz. Intentó entonces brillar como ellos y sus aguas se tornaron doradas como el sol, pero la luz que Banor reflejaba no nacía de su interior.
Abatido por no poder demostrar el amor que sentía hacia ese mar infinito que le había creado, Banor lloró, y en su llanto quedaron prendidas para siempre las estrellas, cabalgando luminosas sobre las negras aguas y bajo la húmeda retina del mar, al mirar a las estrellas o a su propio sol. Seres minúsculos, del tamaño de gotas de agua brotaron sobre su superficie a merced de las corrientes. La luz del sol era su único alimento y su color cambiaba con la temperatura de las aguas. En los lugares más fríos del planeta, estos seres adquirían la azulada blancura del mar, mientras que al adentrarse en las zonas donde el sol se colgaba en el centro mismo de la cúpula celeste, brillaban dorados y rojos, absorbiendo la luz y aumentando de tamaño para luego consumirse por las noches en un resplandor verde y plateado limitado tan solo por la impenetrable oscuridad de las islas.
Banor llamó Edos a estos seres y aprendió a manejarlos por medio de las corrientes hasta dominar por completo el arte del color. En las zonas frías del planeta alisaba su piel al llegar la noche dejando a los Edos a merced de las estrellas. Los Edos, testigos individuales de la luz del universo, formaban un mapa vivo de las galaxias que Banor plegaba cuidadosamente y almacenaba en forma de cristal en los parajes helados del planeta.
De este modo, la revelación de la existencia de una mente universal que, como un mar infinito, albergaba el universo, fue adquiriendo consciencia en Banor, haciéndole saber que él, engendrado por un hacedor misterioso a su imagen y semejanza, tenia un solo destino. Un solo propósito que hasta entonces no había conocido.
Banor había sido creado para crear.
Día a día, como notas de color arrancadas de un arpa invisible, las voces de las estrellas se plasmaron en el vibrante océano formando nuevas criaturas que llenaron de vida los fondos submarinos. Y en cada pequeña gota marina, en cada elemento vivo de la primera lluvia, habitaba el espíritu del mar dando cobijo a microscópicos seres para los que esa minúscula gota de agua era su único, infinito e inexplorado universo.
Pero a pesar del dominio de la materia y la facultad de soñar en su propio seno, como las estrellas soñadoras de mundos, Banor deseaba la compañía de un ser con el don de sentir amor, correspondiendo así a esa fuerza primitiva que latía detrás del milagro de la creación. Para ello concentró su atención en los despejados cielos de las noches polares y en los pequeños cristales helados que encerraban los secretos pensamientos del universo. Allí, como un pintor humano que busca en el acogedor espacio de una buhardilla la consumación de su obra a través del cuerpo de una modelo, Banor, el artista, llevó a cabo su genial interpretación sobre la mente cósmica.
Millares de cristales helados fueron fusionados por Banor en una sola criatura viva capaz de emular a la mente universal en sus solitarios pensamientos. De este modo nació el primer Pil, hijo del mar y las estrellas. Su cuerpo era de cristal, de un azul cambiante que variaba de intensidad según la naturaleza de la luz que recibía. En su interior, en el seno de un denso cristal oscuro, destellos luminosos se agitaban con un fuego vibrante a semejanza del intenso dialogar de las estrellas. Y alrededor de esos destellos, un billón de mundos diferentes orbitaba en silencio mientras la vida era evocada como un sueño en el interior de cada uno de ellos.
Durante siglos, la vida del primer pil estuvo volcada plenamente en sus sueños interiores, siendo testigo de la muerte y nacimiento de innumerables mundos a través de los ojos de miles de soles. Más tarde, al sobrepasar su consciencia el límite de su propio ser, descubrió el mar que lo contenía, amándolo como a un dios.
Transcurrieron los siglos y nuevos Pils, aparecidos sobre la superficie del océano, fueron uniéndose al primero, formando primero una montaña flotante y milenios después un vasto reino de hielo. Pero no todos los pils permanecieron recluidos en el frío lugar donde fueron creados. Muchos de ellos despreciaron la inmortalidad que el frío les proporcionaba y desearon adentrarse en las inmensas aguas para fundirse al sol con su creador.
Banor amó a estos Pils más que a ninguna otra criatura, haciéndolos viajeros de las corrientes y testigos del sol y de la noche. Se sentía dichoso de sentir a los Pils emerger de las aguas para estremecerse con la luz del sol. En esos instantes, sus cuerpos de cristal y sus mentes se agitaban, uniéndose a su creador en una conjunción perfecta de múltiples y armoniosas vibraciones que despegaban a los vientos, creando as¡ una hermosa música.
Banor, en silencio, escuchaba en su canto la voz de la creación mientras sus criaturas se consumían, hallando en la consumación de ese viaje la renovación de su mundo.
El tiempo era para los Pils como una sucesión de espacios vacíos en los que la música de las aguas penetraba y habitaba en ellos con una luz inquieta. No existía el bien ni el mal en la percepción del mundo que recibían los cristales. Tan solo había un constante fluir de sensaciones que, como un tumultuoso río, atravesaba sus mentes, unidas por un hilo invisible que permitía al pueblo Pil compartir los pensamientos o sensaciones de cada uno de sus miembros.
El sueño y la oscuridad eran para los Pils algo semejante a la muerte de los hombres: Un gigantesco salón de dimensiones infinitas que, cuando a través de los años uno termina de cruzarlo, nada recuerda. Por eso las islas, en donde el mar no existía, eran temidas por los Pils, como un lugar vacío habitado por la muerte.
Un lugar que se convirtió en la misma muerte cuando los hombre llegaron con sus naves a habitar las islas.
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